Me enviaron un suéter blanco, tejido, suave, de Venezuela. No es un suéter que parezca de allá, ni que sería recomendable usar con ese sol. Imagino que me picaría la piel, alrededor del cuello, y que lo guindaría de mi cartera. En el autobus -carrito por puesto- se caería, pues la gente en su movimiento se lo llevaría entre cierre y cinturón. Entonces se estiraría uno de los hilitos de lana, largo largo, dejando un hueco, que luego no sabría cómo tapar. Se desprendería de mi cartera y los albañiles lo pisarían con sus zapatos limpios, sus camisas limpias, sus manos limpias, su cabello mojado y cepillado con peine negro plano que llevan en el bolsillo de atrás de su limpio pantalón. El sudor del día está guardado entre sus ropas en un bolso casi siempre azul; pero ya a esa hora -las 5 de la tarde- bienperfumados, mantienen la fuerza para entrar antes al carrito-por-puesto como si no hubiesen trabajado todo el día con sus brazos.
La cosa es que es un suéter muy conveniente para los días duros, no tanto los fríos. Una capa de calor suave, como un abrazo de Fausta, la señora grande y gorda que vive con los Mantilla para cuidarle los nietos. Fausta está ahí, como un corazón, generando amor para todos. Todo el amor que se les vá en el día a día, porque las colas, porque los médicos, porque los alumnos, Fausta lo regenera. Sentada en la cocina, entendiendolos a todos, completamente sola. Claro que mi suéter no es tan sabio ni tan gordo, ni abraza tan fuerte, ni tiene esa voz un tanto chillona y particular de Faustica. Apenas es un suéter, pues.
La verdad, no es nada fuerte. Quizá es eso lo que acompañe en días así. Que sea delicado y débil, vulnerable; que muestre todas sus costuras y métodos, como tendones al viento. Que cada uno de sus hilos se puede enredar, inconsciente, de tanto sitios, y destruirse poco a poco, mientras trata de alejarse, ingenuo, de aquello que lo hala. Para terminar deshecho entre dos sitios, lana descosida de un lado, mitad de manga del otro.
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