Clem soñó que estaba en un aeropuerto, en un pequeño aeropuerto. Faltaban muchas horas para que saliera su avión - no sabría decir para donde iba, pero en el sueño, no se lo preguntaba- así que trataba de dormir en el suelo, apoyado en la maleta, estirado en las sillas. Pero la gente se acercaba, hablaba muy alto, el aire era muy frío, la posición le incomodaba y no alcanzaba el sueño.
Al ponerse de lado, sintió que se dormía, pero la cadera comenzó a dolerle. Era tan delgado, pensó, el hueso está chocando contra el suelo.
El hueso, la cadera, el suelo. El hueso de la cadera, la piel delgada, el pellejo. Su piel convertida en piel, la palabra piel, su hueso en h u e s o. Ingresó con el dolor de cadera en el mundo oscuro de las palabras, mundo cerrado que no apuntaba a nada real. Así, todo lo que antes estaba sintiendo, se convertía poco a poco en el signo linguístico que lo acompaña: el frío era la palabra frío, su oreja la palabra oreja y sus ojos se le metieron por el cuerpo, descomponiéndolo en oraciones sin verbo, como una larga lista de compras de alguien que no tiene dinero para ir al mercado.
Cabeza, ojos, nariz, hombros, sangre y bilis separándose en el espacio oscuro en el que se había adentrado. Objetos que huían, se separaban en un espacio sin aire, como el que le describían de niño cuando se disfrazaba de astronauta.
(su madre le había hecho aquel traje plateado, papel de cocina en el casco del papá).
Su lengua veía al cosmos de su ser desplegarse sin sentido por un espacio vacío y sin venas comunicantes. Nadie podía oirlo, las palabras (su cuerpo) lo abandonaban, papá se había ido.
Octavio chilló más duro en la sala.
Clem se levantó, se colocó una cholas, y salío a la sala, donde Octavio lo esperaba con la cola en movimiento. Clem le agradeció sacarlo de esa pesadilla, le agradeció que lo hubiera seguido, le agradeció estar esa noche con él. Le dió leche, y lo abrazó.
Octavio estaba vivo, había un corazón material que le enviaba sangre a todo el cuerpo y todo él, cabeza, pelos, orejas, uñas, era el perro que se había encontrado en la calle, y que no quería dormirse en la sala, extrañando quien sabe a quién, acostumbrado quizá a dormir con los dueños. Sasha entró a la cocina, abriendo sus oscuros ojos como preguntándole si a ella también le daría leche. Clem le tocó la cabeza y se contuvo las ganas de llorar. Estaba harto de llorar por nada. Recordó otro regalo que le había dado la vida. Al sacar una botella de coca-cola de una máquina dispensadora, había salido no sólo su vuelto, sino una rara moneda, inmensa, pesada, de 5 pesos dominicanos. Clem no sabía ni que existía ese país, pero alguien se la había dejado. ¿Quién le habría dejado a Octavio?
Nadie, se dijo, nadie. Alguien como el que metió sin querer aquella moneda, y no se tomó el trabajo de recogerla. Había que aprender a leer bien los signos, se dijo, y recordó la terrible sensación de las palabras que se alejaban de las cosas. Tomó agua y se sintió reconfortado de sentirla bajar por la garganta. Ahí estaba él, bombeando sangre, vivo, como Octavio.
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