Clem soñaba con ser otro. Así como Octavio había sido quizá hacia dos semanas un perro llamado Clark, con unos dueños niños, a los que debía perseguir hasta agotarse por el jardín infinito, o quizá un pobre Peck encerrado en un apartamento aún más pequeño que el suyo, orinando en papeles de periódico, gordo no por la buena comida sino por la falta de actividad; ahora era el compañero de Sasha, paseaba dos o tres veces al día y tenía otro nombre y otra residencia. Quizá cambiándolo todo podría rehacerse.
Qué le pasaba a Clem?
Qué le pasó antes? Le pasó algo, o ya lleva tanto tiempo así que no lo recuerda?
Marisela en cambio quería ser ella misma, según creía. Quería ser tan ella, que se le olvidaran todos los demás. Quería que el mundo sólo fuera ella.
Pero esta es la historia sin amor. Y todos sabemos que sin amor, no hay historias. Sabemos que sin amor, las cosas son como mecanismos sin aceite, chirreantes, ruidosos, sin rumbo ni sentido. Clem no amaba, nadie amaba a Clem. Marisela apenas si supo alguna vez lo que era amarse a sí misma. Pero Octavio, parecía amarlo todo, agradecerle por lo que le daba. Qué absurdo, pensó Clem. No quería ser un perro. Quería conseguir eso que había conseguido Octavio. Pero los perros no consiguen nada, no? Son conseguidos. Clem planificó un viaje. Debía perderse, finalmente, para ser encontrado. Una vez más, que alguien lo encontrara. Hablaría de eso en la universidad. Alguna beca, algun viaje. Podía dejarle los perros a sus tíos, o quizá, al dueño de Octavio cuando llegara. Le hablaría de la buena relación entre él y Sasha, y se compadecería de separarlos.
Compasión. Al menos eso sí tenía Clem.
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